Cuando Victor Hugo, tras separarse de su mujer Adèle en 1830, fue testigo de las apreciaciones negativas de sus contemporáneos respecto del Arte gótico de la ciudad de París, donde se promovían (y ejecutaban) demoliciones de edificios y fachadas de la época medieval. Dolido por esta situación, Victor Hugo escribió panfletos defendiendo las muestras de arquitectura gótica. En un momento del texto cuenta la historia de dos monjes observando la biblia de Gutenberg al tiempo de que en la ventana la vista era la Catedral de Notredam, con nostalgia decían: “Esto destruirá aquello”. El temor era que el templo era un espacio hecho para escuchar la palabra de Dios. Dominio del monje y opio del pueblo. El temor era que la palabra escrita se replicaba hasta el libro y así entraba en el dominio del hogar y el espacio privado. El templo y la experiencia espacial de su arquitectura fenecía frente a la reproductibilidad de la palabra escrita.
Y sin embargo el 11 de septiembre del 2001 mientras veía en CNN en vivo la caída de la segunda torre, sentí algo similar a los monjes de Victor Hugo. Se destruía un símbolo. Caía frente a la mirada en directo de un mundo simultáneo, el símbolo del capitalismo occidental. Pero el atentado del WTC, a pesar de la intención de la guerra santa, no era el punto álgido de nuestro mundo. Pensaba yo en aquel momento, que el atentado a nuestro mundo por parte del otro mundo no era contra la economía que simbolizaban las torres. Tal vez, con mayor certeza lo que quería destruir el atentado era nuestra idea de Dios. El dinero es el Dios que hace que todo sea igual. Solo la abstracción de la figura del capital que simboliza el dinero se allana el mundo. Pero pensé, si Osama quería atentar con el fundamento del capitalismo salvaje, los aviones debían caer sobre el Louvre.
El arte y el valor de un Miro, que al visitante le parece el dibujo infantil de su nevera, o el copyrigth que se descubre en el arte, la formula exitosa. El boceto de Picasso, el valor absurdo de un objeto como la obra de arte, es aquel lugar donde reposa el meollo de nuestro sustento occidental. Que algo valga, como lo vale la obra de arte es incomprensible en el sistema. Como descubrir los cuellos largos de Modigliani, los gordos de Botero, los esbozos infantiles de Miro; Y replicarlos como estilo, como copyright destruyo por siempre el aura de la obra, que como su palabra dice, obraba sobre el espectador. Como los cuerpos de Caravaggio en los templos actuaban como la palabra que los monjes de Victor Hugo pensaron que en los signos mudos de la escritura ahogaban las palabras que un día eran de Dios, y luego de la duda metódica, y ahora en el copyright de la obra que ya no significa en la experiencia sino en el mercado abstracto del mundo en donde la imagen es todo y ya no representa, ni presenta. Se reproduce sin aura, sin significar.
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